Nuestra judicatura acaba de comenzar a tratar esta cuestión de la reglamentación de las expresiones de odio. Por ser tan reciente y compleja, no me atrevería a opinar en esta ocasión acerca de su resolución. Me parece que todos debemos reconocer que las leyes que prohíben estas expresiones, y nada más que ellas, presentan divergencias considerables con respecto a las tres justificaciones de la libertad de expresión de las que hemos hablado, a saber, la necesidad del diálogo político sin trabas, la teoría mercantil de las ideas y el carácter fundamental de la expresión para la personalidad humana. . .
Los que están a favor de la validez constitucional y del acierto de unas leyes que regulasen las expresiones de odio podrían argúir, naturalmente, que esas expresiones de odio, igual que las obscenas, agravian a toda una clase de inocentes y carecen de propósitos sociales compensatorios. Sin embargo, los que desean prohibir cualquier categoría nueva de la expresión tienen una enorme responsabilidad. Los Estados Unidos, aunque forman un Estado rebosante, tumultuoso e imperfecto, sin embargo constituyen una democracia estable y constitucional, consagrada a su propia multiplicidad racial. Para resolver la cuestión de las expresiones de odio, no podemos causar crisis de la confianza en los valores constitucionales que nos han llevado a donde estamos.
No hay nada nuevo en esta petición urgente de que ciertas clases de expresiones queden exentas de la protección de la Primera Enmienda. En los años 20, esa petición se dirigía a los anarquistas y a los que protestaban contra la guerra; en los años 50, se dirigía a los comunistas; ahora, en los años 90, se dirige a los racistas. Pero los tribunales de los Estados Unidos se han resistido a ceder ante los caprichos del momento, y en su lugar se han aferrado a su orientación tradicional respecto de la Primera Enmienda, y esa orientación, que lleva prestando servicios valiosos a los Estados Unidos desde hace más de doscientos años, admite muy pocas excepciones.
No dudo de que los insultos y epítetos racistas hieren al que los escucha y a la sociedad. Mas, a la postre, si el sufrimiento del que los escucha se convierte en la medida por la que reglamentamos la palabra, la libertad de expresión sólo nos daría la libertad para decir lo que a nadie le molestase; inevitablemente, el debate abierto y vigoroso desaparecería.
No puedo hacer demasiado hincapié en la importancia de preservar, en la conciencia del pueblo, el valor y la inviolabilidad de su pro
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Año: 1993, CSJN Fallos: 316:2301
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